Los albigenses by Charles Robert Maturin

Los albigenses by Charles Robert Maturin

autor:Charles Robert Maturin [Maturin, Charles Robert]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico, Intriga, Terror
editor: ePubLibre
publicado: 1824-01-01T00:00:00+00:00


Caput apri defero,

Reddens laudes Domino;

Qui estis in convivio,

Plaudite cum cantico[107].

Al punto se apiñaron todos alrededor de las mesas, cubiertas de manjares apetitosos y redomas con los vinos más escogidos. Allí se sentaron dioses paganos y mártires cristianos, ángeles y demonios, en total promiscuidad. Susana brindaba con los viejos mientras éstos resistían el desafío… La reina Dido hacía la razón a san Denis por Francia con libaciones más largas que las que, según Virgilio, se permitió cuando agasajó a Eneas… Los tres jóvenes del horno pidieron sentarse junto a Níobe; y Moisés y Satanás, al observar que eran los únicos personajes del drama adornados con cuernos, acordaron sentarse juntos; y para inmenso regocijo de los presentes, en vez de trinchar, ensartaban con los cuernos trozos de la empanada que tenían delante.

La diversión discurría «frenética y furiosa» hasta que, en una pausa de las risas que amenazaban con no acabar, uno de los partícipes preguntó de dónde había salido aquel gruñido.

—Es un suspiro producido por la oquedad de una tinaja —dijo el desconsolado diácono, sentado en el suelo tras su involuntario ejercicio, mirando con tristeza a los presentes.

—Sí, de una tinaja rajada —dijo Rusbriquis.

—Rajada y vacía, parece —añadió el abad—. ¿Qué dices tú, hereje?

—Así es —dijo el diácono—. Y os ruego, puesto que me he convertido en objeto de burla y escarnio, que me permitáis tomar un bocado del suculento asado, y beber un vaso de vino, no sea que me convierta en uno de esos que van a parar al abismo.

—Por la misa, bien rogado y en buena hora —dijo el falso abad—. Eres como Daniel en la guarida de los leones. Pero ahora serás como Daniel en el palacio del rey de Babilonia, y tendrás menosprecio del agua y de las legumbres con que te alimentaste huraño durante tu tosca y perversa juventud.

El diácono no vaciló en aceptar el permiso; y al punto, la diversión de atormentar al prisionero se tornó en la de festejarlo: le abastecían el plato con los bocados más sabrosos, y una y otra vez le llenaban maliciosamente el vaso con vinos de aroma y poder que él desconocía.

La persecución así disfrazada tuvo pleno efecto: el buen vino «cumplió sin tardanza su buen oficio», y los juerguistas observaron con júbilo la creciente embriaguez del avinagrado hereje, quien, predicando entre bocado y bocado, hipando entre palabra y palabra, ofrecía un espectáculo de lacrimosa gravedad, hilaridad grosera, ardor insipiente y locuacidad exenta de palabras.

—¿Te apetece cantar una redondilla, o un himno a la señora Venus? —le preguntó Rusbriquis.

—Sí, muy de grado, para ponerme a tono —dijo el diácono—. Algo que vaya con la ocasión, y sea de razón.

—¿Y bailarás con nosotros si se tercia? —preguntó el abad.

—Desde luego —dijo Mephibosheth—. O sea, de una manera que no resulte dificultosa a mi debilidad. Bailaré, sí, bailaré hasta el exceso, a fin de que puedan decir después: ese baile es el baile del diácono Mephibosheth, porque es un baile desatado. Pero de manera que me sea cómodo a mí, tenedlo en cuenta.



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